Me subo al camión y parece un día normal: va hasta la madre. Una viejecita que –por sus dedos ya de por sí torpes– demuestra su poco uso del WhatsApp, le escribe a un tal Talo: Hoy será el mejor día de nuestras vidas. Dos chicas con uniforme del Conalep se cuestionan sobre a cuál examen deben aplicar: si al del Poli o al de la UNAM, todo esto mientras se embarran maquillaje por toda la cara. Un señor de unos 45 años anota y anota algo en su libreta, alcanzo a ver que es una lista de deudores. Una chica pecosa, de nariz finita con lentes y el cabello castaño, lee un libro de Henning Mankell. El resto de los pasajeros, como la mayoría de las veces, va concentrado en su smartphone. Algunos, la minoría, contempla el paisaje grisáceo de la ciudad. Todo esto mientras avanzo por el pasillo y me recorro hacia la parte de atrás. De fondo musical está El club de los Beatles, justo comienza a sonar: Help.
Pasamos eje 5, después de las maniobras del chofer para esquivar a un carro de la Delegación BJ que se quedó atravesado y al cual le valió madre el semáforo. De la nada surge un tipo con una pistola, grita: «Dios no existe y yo soy la prueba de ello». Comienza a disparar. Me doy cuenta que la gente me ve aterrada, suplicante. Llora. Se cae. Muere. Toco el timbre para bajar del camión, traigo el cuerpo ensangrentado y un revólver en mi mano derecha.