Había estado observando con detenimiento el candelabro encima de su cabeza. Era la ornamenta la que la embellecía por sus irreconocibles líneas curveadas en derredor de cada uno de los siete brazos en donde descansaba el fuego artificial de las bombillas. Líneas doradas que, refulgentes, embebecían al hombre de ojos café claro.
El cuarto de reliquias adornado estaba. El ambiente tenía impregnado recuerdos de épocas pasadas y por un instante, se acomodó con pereza en el sillón para poder apreciar la ventana, donde copos de nieve golpeteaban constantemente el vidrio. En ella, figuraban las personas errantes que dejaban atrás la bocanada de dióxido de carbono exhalado. Las volutas se desvanecían y él sonreía con un dejo de cariño, pero aquel candelabro hermoso le invitaba a observarla, a sentir la añoranza de un viaje a un lugar lejano, en el cual un manto níveo cernía al paraje…